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Memorias de un joven de aldea

Todos los relatos tienen en común el espacio en el que se desarrollan: el mundo rural gallego. Evocan un mundo en desaparición que hechizarán al lector con sus elementos mágicos y fantásticos. El matrimonio de Juan consigue atraparnos con las peculiaridades del protagonista hasta el final de su historia. El gran acierto del autor al dosificar los acontecimientos hasta el final impulsando al lector en su caminar es una constante en todas las historias. El cazador y la vieja nos demuestra desde la sencillez que se puede crear una gran historia. ¿Quién de pequeño no se ilusionó con los animales? Esto es lo que sucede en El último perro, donde animales y niños van de la mano con una influencia muy marcada de Álvaro Cunqueiro. Fina y Ramón, es un relato de amor, pasión y tragedia que podría dar para una novela o para una película. Demuestra la habilidad de su autor para condensar una gran historia en apenas cinco páginas. La carta, describe una situación que no siendo original, muchas son las historias de emigrantes no retornados, nos sumerge en las vidas de sus protagonistas y nos recuerdan que Galicia ha sido y sigue siendo tierra de emigrantes. Un manojo de historias que buscan lectores. A cada una de las historias les acompaña una ilustración que resume visualmente cada una de ellas, realizadas por el Dr. Jose Barbadilla.(edición tapa blanda)

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Reseña Memorias de un joven de aldea

Las cenizas de Welles ha publicado una reseña de mi obra, Memorias de un joven de aldea.


La mirada de un niño que vive en una aldea, en un mundo de adultos con sus descubrimientos, inseguridades e interrogantes, las palabras de un avo (como se dice en gallego) que de forma simple, alecciona a su “neto” sobre el horizonte y su amplia perspectiva a pesar de lo minúsculo (desde un punto de vista poblacional, claro) del espacio que cohabitan y respiran. Situaciones simples, que sin embargo, cobran intensidad y se convierten en pura reflexión…

Todo eso y mucho más es lo que vas a encontrar en este libro que es un homenaje a Galicia, a su idioma (ya que a pesar de tener dos versiones, la original es en la lengua propia de la comunidad) a sus usos y costumbres populares,  a su cultura aldeana y de vecindario, a sus creencias y su influjo en la magia, a su paisaje, a su mar, a sus veredas y caminos. Y un homenaje, al mismo tiempo, a la tierra que a todos nos ve abrir los ojos algún día y que en la mayoría de las ocasiones, forma parte de nuestros primeros recuerdos de infancia e incluso de juventud. Porque a pesar de lo arraigado de los sucesos que se narran, de la mirada fija y profunda “na terra das meigas” hay, o al menos yo he podido atisbar, un sentimiento común de pertenencia a cualquier parte, de imán que te atrapa y te atrae al lugar aquel en el que en su momento, descubriste cosas, te diste de bruces con lo bueno y lo malo de la vida  y fuiste feliz…

Pero además, es un homenaje a los abuelos, a sus consejos y experiencias, a la niñez, a las personas que forjaron nuestro carácter y primeros pasos y cómo no, sobre todo, una mirada nostálgica al pasado, a aquel pasado perenne y perpetuo que a veces se atora en la garganta porque aunque quisiéramos, desgraciadamente, ya no podría volver. Porque aunque lo diéramos todo, el mundo nunca va a ir hacia atrás y dar la vuelta y lo único que nos van a quedar para siempre entonces, son las vivencias encarnadas en la piel, que a veces ya ni siquiera dejan sitio en la memoria.

Y es en ese entonces cuando se produce una contradicción, pues hay algo mágico, misterioso y casi podríamos decir que mesiánico (que nos salva  y nos da alas, me refiero), en unos recuerdos que se convierten en el comienzo y al mismo tiempo, en lo único o más importante de la vida. Pero sin embargo y muy probablemente, nuestro mundo ha sido otra cosa, mucho más y quizás mejor, tras salir de la tierra que nos vio llorar y reír por primera vez. Y al convertirnos en el abuelo que admiramos queremos volver a ser el nieto que fuimos y que, embelesado, era testigo de situaciones que no entendía pero que le fascinaban. Una contracción, como digo, que en sí misma, es el germen de lo humano, volver a la inocencia después de una madurez en constante avance.

Escrito de una manera muy sencilla, sin estridencias, con una ortografía y una estructura impoluta y apenas 107 páginas, el libro que nos regala en esta ocasión Manuel Antón Mosteiro García se lee en un momento, casi se podría decir que se bebe. Mención aparte merecen, por cierto, las magníficas ilustraciones que preceden a cada capítulo y que son obra del Dr. José Barbadilla. Unos dibujos al carboncillo que se convierten en una presentación con mayúsculas.

Sumérgete en un libro que es un homenaje claro y certero a todas las islas que, de forma continua, habitan dentro de nosotros, buscando sin descanso el tesoro dejado por nuestra infancia. UNHA HOMENAXE A GALIZA QUE É UNHA HOMENAXE A TODOS OS POBOS DO MUNDO…

Fina y Ramón

―¡Abuelo! ¿Por qué hay un crucero en casi todas las encrucijadas de la aldea?

Todos los cruceros de los caminos tienen una historia. Una historia común que los vincula, pero muy diferente. Unos fueron construidos para recordar a un condenado a muerte, otros porque en esa encrucijada se produjo una muerte violenta. En Chans de Paradela hay un crucero. En el cruce de tres caminos se levanta un recuerdo de ella.

Yo no había nacido en el momento que sucedió todo. Había sido una historia que nadie hubiera querido contar. Cada vez que paso por ese lugar, mis ojos se posan en aquella vieja cruz que reposa sobre la tierra. Piedra de cantería sobre tierra maldita, con un Jesucristo de rostro triste. ¡Cuánta pena se refleja en esos ojos pétreos! Ese recuerdo producía en mí una necesidad de querer saber la verdad del crucero. Un manojo de imágenes en mi mente, fluyen panorámicas en mi noche de ideas. Me invade una sensación de haber estado allí cuando sucedió todo. Acaso en mi otra vida, quien sabe.

Una mañana, cuando caminaba lentamente por las calles, me encontré con el ciego que siempre estaba solo. Un ciego de muchos años, con su sonrisa amarga y corazón triste. Sus piernas encorvadas apenas eran capaces de soportar sus huesos. Venía hacia mí, como si hubiese percibido mi presencia. Tuve un deseo irrefrenable de saberlo todo, averiguar lo sucedido allá donde se irguió el crucero; sólo él podría saberlo.

Me dirigí al ciego preguntándole:

―¿Por qué hay un crucero en el camino que lleva a la ermita del Sar?

Es una larga historia, amigo. Ya nadie se acuerda de ella después de tantos años. Déjame que antes de comenzarla pose mi cuerpo, que ya es muy viejo. Sus palabras ocultaban un dolor que resultaba ajeno a todo aquel que oyese la historia que solo él rememoraba. Aquella sensación me inquietaba. Caminamos lentamente, muy, muy lentamente, a la Chaira de Paradela. Allí era donde vivía. Después de reposar sus huesos retomó la historia.

Es una larga historia. Hermosa pero triste. Ya ha llegado el momento de que alguien sepa lo que realmente sucedió. De mantener tanto tiempo el silencio se me está envenenando la poca sangre que me queda. Tú no nacieras, ni mucho menos. Sucedió en el mes de agosto. ¡Siempre el mes de agosto! Cuando no llueve, se muere alguien. Fue durante las Fiestas Patronales. Fina, la joven más hermosa de toda la comarca. Parece que la estoy viendo: cabellos dorados, como los rayos de sol, ojos azules, como el agua del mar. No sé por qué te digo esto, tú no has visto el mar. ¡Qué hermoso es el mar! Cuánta razón tenía el viejo. Lo que más siento es tener que haber esperado tanto para verlo. ¡Qué hermoso es el mar! Su cuerpo era como el de una muñeca, como las que venden en las fiestas. ¡Bah! No sé qué pretendo con todo esto que te estoy diciendo. ¿Qué entenderá un niño de muñecas de feria?

Las palabras del viejo ocultaban una angustia que se me clavaba en el alma, mientras hablaba de la joven perseguida por la desgracia. Debió haberla conocido, quizás fuesen amigos, quizás novios.

Como te decía. Fina era la joven más hermosa de la comarca. En las Fiestas, conoció a Ramón, un joven de muy buena planta. Había venido a pasar el verano a la aldea, donde sus familiares tenían una casa. Era hijo de unos emigrantes en Alemania. Tú todavía no sabes cómo sois los jóvenes en las noches cálidas de agosto. Mientras en el recinto de la fiesta tocaba un gaitero, los jóvenes Manuel Antón Mosteiro García bailaban la muñeira y los viejos bebían en la taberna. Ellos mientras se prometían amor eterno. Comenzaban a pensar en un futuro juntos. Todos pensaban: <<¡Bah! Son cosas de adolescentes.>> Pero entre ellos había nacido un vínculo que sólo podría destruir la muerte. Los padres intentaban disimular su incomodidad, pero se ponían en lo peor. Tú todavía no sabes cómo podemos llegar a ser los viejos, cuando pasan los años uno se olvida de lo que hizo cuando era joven. ¡Siempre dejándonos llevar por el qué dirán! Pero que no hacemos cuando somos jóvenes.

Se buscaban en los caminos. Se miraban entre las conversaciones que no les interesaban. Se encontraban en las noches de luna para hacerse promesas bajo sus miradas amorosas. Unían sus manos en un rito milenario, el cortejo amoroso. Como siempre, todo inicio tiene su final, aquel mes no sería una excepción. Se marcharon los últimos rayos del verano al finalizar los últimos días de fiesta dejando paso a las lluvias. Ellas siempre traen desgracia y muerte a la tierra. Con ellas se fueron las reuniones alrededor de una gaita, también la alegría de los novios. Regresarían las noches a la lumbre, los recuerdos del verano que sólo perviven en nosotros. Muchos marcharon, muchas prometieron esperar. En lo más hondo de su ser, mi viejo amigo, hijo de campos y campiñas, era un auténtico filósofo de aldea. Moría en deseos de hablar de las cosas que conocía de sus andanzas por otros mundos. ¡Cuánta razón tenía mi rey de los campos!

Como te decía. Ramón fue uno de los que se marchó. Lo esperaba Alemania. Estaría allí durante nueve meses, nueve largos períodos de espera, deseando que regrese el verano. Ramón prometió regresar, Fina esperar. Nunca se sabe los cambios que te depara la vida. Tenlo siempre en cuenta, muchacho. Te resultará de gran utilidad. Durante los primeros meses, las cartas llegaron a diario, letra tras letra trazadas con cariño en un papel blanco. Pero el futuro estaba al acecho con las garras afiladas. Pasaron los meses y las cartas de Ramón no obtuvieron respuesta. Tantos planes para nada, ese era Memorias de un joven de aldea su destino, caminar solo por los caminos de la felicidad. Tarde o temprano todo acaba sabiéndose.

Fina se vio obligada a casarse con un viejo. ¡Siempre los viejos! El viejo, los padres, la miseria, el dinero, todo influye para que una joven oculte su corazón triste en una jaula dorada. ¡Mal rayo parta a los viejos casaderos! Él era hombre de dinero, ella su tesoro. Comenzara a enamorarla desde la marcha de su rival. Ramón ya no estaba presente para impedírselo. Ella lo odiaba, pero sus padres… ¡Siempre los padres! Le aconsejaron que se casara. Tendría todo lo que jamás había soñado y sus padres huirían de la miseria que los consumía. Sus padres le dijeron que Ramón no regresaría. En Alemania siempre habría otra. En la aldea todo era diferente. Él no recordaría a la joven que había dejado atrás. Sólo sería un recuerdo lejano de un verano. Él había nacido en el extranjero. ¡Los padres siempre pensando en el futuro!

La boda resultó ser muy modesta, ni fanfarrias ni cohetes. Fina se escondía bajo un velo de tristeza. Las pupilas no brillaban como en el verano. Toda la oscuridad de la tierra invadía su rostro. Sus ilusiones futuras se habían venido abajo, los sueños junto a su Ramón, sólo eran sueños. Después de la boda no volvió a salir de casa, pasaba las efímeras tardes de invierno con el rostro pegado a la ventana del porche. Al viejo no le cabía la presunción en el pecho por la joya que acababa de robar. Los aldeanos percibían en el aire la presencia de la muerte.

Una lágrima resbalaba por su mejilla cada vez que miraba pasar a un joven de su edad por la calle. Todos le recordaban a su Ramón. Todo el mundo era libre, menos ella. Con el paso de los meses su rostro se fue marchitando. Ya no brillaban las pupilas de sus ojos como en las noches de verano cuando reposaba en los brazos de su príncipe.

Cuando llegaron los primeros rayos del mes de los enamorados, regresó Ramón. En la aldea, no se percataron de su Manuel Antón Mosteiro García llegada. Ya nadie recordaba al joven que había sido capaz de despertar el amor en un cuerpo de adolescente por el que hoy regresaba con el deseo de cumplir la promesa que había hecho hacía casi un año. Ramón siempre había sido un joven de palabra.

Llegó a la estación como un preso que regresa a la libertad después de muchos años de prisión. No lo esperaba nadie. Todo su mundo comenzaba a destruirse a sus pies al no percibir la presencia de la que le había ayudado a levantarlo. Todas las palabras que había acumulado en el viaje de regreso se fueron desvaneciendo una a una tras las huellas que dejaba camino de la taberna de la estación. Entró en ella muy despacio. Como nadie se percató de quien era fue tratado con la misma indiferencia que los otros pasajeros que esperaban un tren que no llegaba.

Allí, sólo se hablaba de Fina, la joven que miraba desde la ventana esperando a alguien. Escuchó todo lo sucedido en sus meses de ausencia. Su corazón se cubrió de un gran dolor y de rabia incontenida. En sus pupilas nacieron dos lágrimas, en su corazón latidos de tristeza y de muerte. Salió de la taberna sin llamar la atención de los que no lo vieron entrar. Estaba dispuesto a todo.

Llegó la noche. Fina esperaba en su escondrijo de enamorados, allí había comenzado e allí terminaría su historia de amor. En la Chaira de Paradela se desprendía un olor a desgracia y a muerte. En la planicie bajo la sombra de los árboles, la luna llena brillaba en las cumbres condenada a ser el primer y último espectador de esta tragedia.

Ella gritó:

—¡Ramón!

Non obtuvo respuesta. El tiempo pasaba muy despacio. De repente, una sombra al abrigo de la luna. Dos ojos en la oscuridad. La sombra tomó cuerpo, el cuerpo rostro y el rostro recuerdos. Su cara reflejaba odio contenido. Si los ojos fuesen cuchillos ya estaría muerta. En el aire se respiraba un olor a desgracia y muerte.

Entre las manos, a través del reflejo de la luna, brillaba Memorias de un joven de aldea mortal, el arma de su odio. Sólo se oyó un grito de angustia.

—¡Si no eres mía, no serás de nadie!

Allí, en la Chaira de Paradela, apareció al día siguiente con el cuchillo entre sus manos, frías, blancas y por primera y última vez, muertas. Todos hablaron de suicidio. Nadie se acordó de Ramón, el joven que había llegado de Alemania.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Mientras seguía su camino, lo tuve todo claro, él era…

El cazador y la vieja

Querido nieto, que lejos puede llegar la estupidez humana. Recuerdo lo que le sucedió a un cazador que se creía un gran hombre y era muy presuntuoso.

Todo sucedió un domingo por la mañana en el Coto de Paradela en la temporada de caza. Durante aquellos días el coto se llenaba de hombres que se sentían los amos del mundo por llevar una escopeta al hombro.

Paco del Coto, doctor en el pueblo, salió muy temprano de casa. Vivía en una casa grande, quizás la más grande de toda la comarca, dos plantas, una bodega y un desván. Se levantó alrededor de las cinco de la mañana. Vistió su uniforme de soldado frustrado. Bajó a la cocina a tomar el desayuno que ya tenía preparado. Todavía tenía sueño, la noche anterior lo habían llamado para un parto y no había descansado mucho. Cogió la escopeta, la cargó, la revisó con sumo cuidado y se la echó al hombro. Salió de casa y se fue directamente en busca de sus perros, Bronco y Lince, los mejores perros de caza de toda la comarca.

Miró al cielo – pensó. La noche había sido cálida y el cielo estaba cubierto todavía por unos puntos de luz. No había sido una noche más, la luna brillaba más que nunca.

Bajó la vista, a su vera estaban los perros esperando a que se percatase de su presencia. Bronco era negro como el carbón, en su boca oscura se reflejaba toda su maldad. Lince tenía la piel salpicada de colores, con una gran mancha blanca presidiendo su frente.

Paco los ató y salió hacia el monte. Abrió la cancilla con aire inquieto, levantando la vista hacia el horizonte buscando algo. Tomó el camino que llevaba al cementerio. Media hora caminado y ya estaba en la Gándara. Monte vasto, lleno de robledales y pinares en los que se ocultaban las piezas más cotizadas por los cazadores.

El día era muy soleado. Caminó y caminó sin encontrar ninguna pieza a la que poder pegarle un tiro. Como hacía mucho calor su garganta se estaba secando peligrosamente. Caminara durante horas sin encontrar una fuente en la que poder refrescarse. Buscando y buscando, descubrió un tejado rojo entre los matorrales y los zarzales.

Era una casa minúscula, oscura y ruinosa. Paco miró al cielo, debían ser cerca de las doce de la mañana, el sol brillaba en lo más alto con toda su fuerza. Los rayos de sol se reflejaban en los cañones de su escopeta como en un espejo. Hacía mucho calor. Paco observó detenidamente la cabaña, parecía olvidada pero no estaba vacía.

Caminó muy despacio por el camino que acababa en la casa de aquella mansioncilla de gente pobre. En la puerta, descansado sobre un pequeño escaño había alguien. A acercarse aquella masa informe fue tomando forma, parecía un viejo esqueleto olvidado. Sus harapos eran como los de cualquier labriega gallega, viejos, sucios y raídos. Su ancestral rostro se ocultaba bajo un pañuelo oscuro. Una camisa y una falda también negras completaban su vestuario.

Aquella figura enternecedora levantó la cabeza y lo miró con tristeza. Su frente y su cuerpo habían sido torturados por los años. Paco sintió pena por la anciana.

De repente un niño salió por la puerta. Un picarillo menudo, famélico y rubio. Paco se acercó al muchacho y le dijo con mucho interés:

—Rapaz, ¿puedes traerme un vaso de agua?

El niño, sin decir nada, giró sobre sí mismo y entró en la casa de la que acababa de salir. Al poco rato regresó con un vaso viejo, herrumbroso y ennegrecido, lleno de agua. Viendo la cara que ponía paco, le dijo:

—Somos pobres y no tenemos otra cosa en la que beber.

Paco, sin decir nada, cogió el vaso. Comenzó a darle vueltas y más vueltas viendo de reojo a la vieja. Cogió el vaso con las dos manos y bebió por el lado del asa.

De repente, el niño gritó:

—¡Abuela!¡Abuela! Este señor bebe igual que usted.