―¡Abuelo! ¿Por qué hay un crucero en casi todas las encrucijadas de la aldea?
Todos los cruceros de los caminos tienen una historia. Una historia común que los vincula, pero muy diferente. Unos fueron construidos para recordar a un condenado a muerte, otros porque en esa encrucijada se produjo una muerte violenta. En Chans de Paradela hay un crucero. En el cruce de tres caminos se levanta un recuerdo de ella.
Yo no había nacido en el momento que sucedió todo. Había sido una historia que nadie hubiera querido contar. Cada vez que paso por ese lugar, mis ojos se posan en aquella vieja cruz que reposa sobre la tierra. Piedra de cantería sobre tierra maldita, con un Jesucristo de rostro triste. ¡Cuánta pena se refleja en esos ojos pétreos! Ese recuerdo producía en mí una necesidad de querer saber la verdad del crucero. Un manojo de imágenes en mi mente, fluyen panorámicas en mi noche de ideas. Me invade una sensación de haber estado allí cuando sucedió todo. Acaso en mi otra vida, quien sabe.
Una mañana, cuando caminaba lentamente por las calles, me encontré con el ciego que siempre estaba solo. Un ciego de muchos años, con su sonrisa amarga y corazón triste. Sus piernas encorvadas apenas eran capaces de soportar sus huesos. Venía hacia mí, como si hubiese percibido mi presencia. Tuve un deseo irrefrenable de saberlo todo, averiguar lo sucedido allá donde se irguió el crucero; sólo él podría saberlo.
Me dirigí al ciego preguntándole:
―¿Por qué hay un crucero en el camino que lleva a la ermita del Sar?
Es una larga historia, amigo. Ya nadie se acuerda de ella después de tantos años. Déjame que antes de comenzarla pose mi cuerpo, que ya es muy viejo. Sus palabras ocultaban un dolor que resultaba ajeno a todo aquel que oyese la historia que solo él rememoraba. Aquella sensación me inquietaba. Caminamos lentamente, muy, muy lentamente, a la Chaira de Paradela. Allí era donde vivía. Después de reposar sus huesos retomó la historia.
Es una larga historia. Hermosa pero triste. Ya ha llegado el momento de que alguien sepa lo que realmente sucedió. De mantener tanto tiempo el silencio se me está envenenando la poca sangre que me queda. Tú no nacieras, ni mucho menos. Sucedió en el mes de agosto. ¡Siempre el mes de agosto! Cuando no llueve, se muere alguien. Fue durante las Fiestas Patronales. Fina, la joven más hermosa de toda la comarca. Parece que la estoy viendo: cabellos dorados, como los rayos de sol, ojos azules, como el agua del mar. No sé por qué te digo esto, tú no has visto el mar. ¡Qué hermoso es el mar! Cuánta razón tenía el viejo. Lo que más siento es tener que haber esperado tanto para verlo. ¡Qué hermoso es el mar! Su cuerpo era como el de una muñeca, como las que venden en las fiestas. ¡Bah! No sé qué pretendo con todo esto que te estoy diciendo. ¿Qué entenderá un niño de muñecas de feria?
Las palabras del viejo ocultaban una angustia que se me clavaba en el alma, mientras hablaba de la joven perseguida por la desgracia. Debió haberla conocido, quizás fuesen amigos, quizás novios.
Como te decía. Fina era la joven más hermosa de la comarca. En las Fiestas, conoció a Ramón, un joven de muy buena planta. Había venido a pasar el verano a la aldea, donde sus familiares tenían una casa. Era hijo de unos emigrantes en Alemania. Tú todavía no sabes cómo sois los jóvenes en las noches cálidas de agosto. Mientras en el recinto de la fiesta tocaba un gaitero, los jóvenes Manuel Antón Mosteiro García bailaban la muñeira y los viejos bebían en la taberna. Ellos mientras se prometían amor eterno. Comenzaban a pensar en un futuro juntos. Todos pensaban: <<¡Bah! Son cosas de adolescentes.>> Pero entre ellos había nacido un vínculo que sólo podría destruir la muerte. Los padres intentaban disimular su incomodidad, pero se ponían en lo peor. Tú todavía no sabes cómo podemos llegar a ser los viejos, cuando pasan los años uno se olvida de lo que hizo cuando era joven. ¡Siempre dejándonos llevar por el qué dirán! Pero que no hacemos cuando somos jóvenes.
Se buscaban en los caminos. Se miraban entre las conversaciones que no les interesaban. Se encontraban en las noches de luna para hacerse promesas bajo sus miradas amorosas. Unían sus manos en un rito milenario, el cortejo amoroso. Como siempre, todo inicio tiene su final, aquel mes no sería una excepción. Se marcharon los últimos rayos del verano al finalizar los últimos días de fiesta dejando paso a las lluvias. Ellas siempre traen desgracia y muerte a la tierra. Con ellas se fueron las reuniones alrededor de una gaita, también la alegría de los novios. Regresarían las noches a la lumbre, los recuerdos del verano que sólo perviven en nosotros. Muchos marcharon, muchas prometieron esperar. En lo más hondo de su ser, mi viejo amigo, hijo de campos y campiñas, era un auténtico filósofo de aldea. Moría en deseos de hablar de las cosas que conocía de sus andanzas por otros mundos. ¡Cuánta razón tenía mi rey de los campos!
Como te decía. Ramón fue uno de los que se marchó. Lo esperaba Alemania. Estaría allí durante nueve meses, nueve largos períodos de espera, deseando que regrese el verano. Ramón prometió regresar, Fina esperar. Nunca se sabe los cambios que te depara la vida. Tenlo siempre en cuenta, muchacho. Te resultará de gran utilidad. Durante los primeros meses, las cartas llegaron a diario, letra tras letra trazadas con cariño en un papel blanco. Pero el futuro estaba al acecho con las garras afiladas. Pasaron los meses y las cartas de Ramón no obtuvieron respuesta. Tantos planes para nada, ese era Memorias de un joven de aldea su destino, caminar solo por los caminos de la felicidad. Tarde o temprano todo acaba sabiéndose.
Fina se vio obligada a casarse con un viejo. ¡Siempre los viejos! El viejo, los padres, la miseria, el dinero, todo influye para que una joven oculte su corazón triste en una jaula dorada. ¡Mal rayo parta a los viejos casaderos! Él era hombre de dinero, ella su tesoro. Comenzara a enamorarla desde la marcha de su rival. Ramón ya no estaba presente para impedírselo. Ella lo odiaba, pero sus padres… ¡Siempre los padres! Le aconsejaron que se casara. Tendría todo lo que jamás había soñado y sus padres huirían de la miseria que los consumía. Sus padres le dijeron que Ramón no regresaría. En Alemania siempre habría otra. En la aldea todo era diferente. Él no recordaría a la joven que había dejado atrás. Sólo sería un recuerdo lejano de un verano. Él había nacido en el extranjero. ¡Los padres siempre pensando en el futuro!
La boda resultó ser muy modesta, ni fanfarrias ni cohetes. Fina se escondía bajo un velo de tristeza. Las pupilas no brillaban como en el verano. Toda la oscuridad de la tierra invadía su rostro. Sus ilusiones futuras se habían venido abajo, los sueños junto a su Ramón, sólo eran sueños. Después de la boda no volvió a salir de casa, pasaba las efímeras tardes de invierno con el rostro pegado a la ventana del porche. Al viejo no le cabía la presunción en el pecho por la joya que acababa de robar. Los aldeanos percibían en el aire la presencia de la muerte.
Una lágrima resbalaba por su mejilla cada vez que miraba pasar a un joven de su edad por la calle. Todos le recordaban a su Ramón. Todo el mundo era libre, menos ella. Con el paso de los meses su rostro se fue marchitando. Ya no brillaban las pupilas de sus ojos como en las noches de verano cuando reposaba en los brazos de su príncipe.
Cuando llegaron los primeros rayos del mes de los enamorados, regresó Ramón. En la aldea, no se percataron de su Manuel Antón Mosteiro García llegada. Ya nadie recordaba al joven que había sido capaz de despertar el amor en un cuerpo de adolescente por el que hoy regresaba con el deseo de cumplir la promesa que había hecho hacía casi un año. Ramón siempre había sido un joven de palabra.

Llegó a la estación como un preso que regresa a la libertad después de muchos años de prisión. No lo esperaba nadie. Todo su mundo comenzaba a destruirse a sus pies al no percibir la presencia de la que le había ayudado a levantarlo. Todas las palabras que había acumulado en el viaje de regreso se fueron desvaneciendo una a una tras las huellas que dejaba camino de la taberna de la estación. Entró en ella muy despacio. Como nadie se percató de quien era fue tratado con la misma indiferencia que los otros pasajeros que esperaban un tren que no llegaba.
Allí, sólo se hablaba de Fina, la joven que miraba desde la ventana esperando a alguien. Escuchó todo lo sucedido en sus meses de ausencia. Su corazón se cubrió de un gran dolor y de rabia incontenida. En sus pupilas nacieron dos lágrimas, en su corazón latidos de tristeza y de muerte. Salió de la taberna sin llamar la atención de los que no lo vieron entrar. Estaba dispuesto a todo.
Llegó la noche. Fina esperaba en su escondrijo de enamorados, allí había comenzado e allí terminaría su historia de amor. En la Chaira de Paradela se desprendía un olor a desgracia y a muerte. En la planicie bajo la sombra de los árboles, la luna llena brillaba en las cumbres condenada a ser el primer y último espectador de esta tragedia.
Ella gritó:
—¡Ramón!
Non obtuvo respuesta. El tiempo pasaba muy despacio. De repente, una sombra al abrigo de la luna. Dos ojos en la oscuridad. La sombra tomó cuerpo, el cuerpo rostro y el rostro recuerdos. Su cara reflejaba odio contenido. Si los ojos fuesen cuchillos ya estaría muerta. En el aire se respiraba un olor a desgracia y muerte.
Entre las manos, a través del reflejo de la luna, brillaba Memorias de un joven de aldea mortal, el arma de su odio. Sólo se oyó un grito de angustia.
—¡Si no eres mía, no serás de nadie!
Allí, en la Chaira de Paradela, apareció al día siguiente con el cuchillo entre sus manos, frías, blancas y por primera y última vez, muertas. Todos hablaron de suicidio. Nadie se acordó de Ramón, el joven que había llegado de Alemania.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Mientras seguía su camino, lo tuve todo claro, él era…